Siempre me ha costado pensar que cero sea un número natural, en el sentido de que lo encontramos observando la naturaleza. Al margen de su utilidad en la axiomática de Peano y la teoría de números, nuestra intuición del cero va asociada a la difícil representación de la idea de vacío, y en este sentido funciona como un operador de metafísica matemática [¿no es toda la matemática pura una forma de metafísica (de hecho, la que cuenta con un mayor número de creyentes en el planeta) tan en contacto o no con el mundo como cualquier otra forma de metafísica?]. Los operadores metafísicos son inobservables por definición, y, en muchos casos, algo no más consistente que un fantasma, pero en India pueden tomar forma humana, son los avatares. Hasta que no lo vi aquella tarde, no puedo decir que tuviese una intuición clara al respecto, y simplemente por ello, por alcanzar una comprensión intuitiva del cero, habría merecido la pena el viaje a India.
El cero, como he visto personalmente, puede avatarizarse en la forma de un hombre de unos setenta renqueantes años que da tumbos entre los coches, pidiendo lo que nadie tiene para él: ¿quién puede devolver la vida? Aquel Lázaro sin Jesús era Cero, es Cero, pues Cero está continuamente presente y desapercibido. Cero su rostro comido por alguna rara enfermedad de la piel, Cero el pañal que mal vestía los finos alambres de sus piernas, magruja carne oscura y bípede tambaleante mecanismo, que agotaba sus últimos minutos antes de detenerse, como un juguete macabro, en la calzada india que no va a ninguna parte. Su brazo izquierdo, completamente deformado en un giro imposible de la muñeca (continuada en un cúbito y radio arqueados hacia donde no deberían), es un estandarte del ejército de los parias del planeta, mientras que con el derecho toca el tambor de los capós de los coches intentando llamar la atención del enemigo. Su mínima masa, al ocupar un espacio cero, pues nadie le ve (o lo que es lo mismo sin ser lo mismo: todos le ignoran), produce una curvatura infinita del espacio- tiempo en la que se desgarra su tejido, y yo lo percibo como un estertor de agonía saliendo de su boca de agujero negro, un hilo ininteligible de alma humana muriendo, sin ningún pudor, frente a todos. Por un segundo, pienso en darle unas monedas de consuelo, pero ni el dinero le garantizaría llegar vivo hasta la acera, ni estoy seguro que un segundo más de vida le hiciese ningún favor. Miro la muerte en sus ojos: es redonda, son dos ceros que quieren abrazarse y fundirse en el símbolo de infinito, que yo apenas entiendo. Él nada sabe de esto, está demasiado ocupado viviendo un instante más y cambiando mi vida. Me avergüenzo. Me gustaría, como los demás, ser capaz de ignorar lo que veo, o mejor, huir de este cruel planeta hacia otra tierra más clara. Me avergüenzo de no proclamar allí mismo, a gritos, que la vida humana no se ha de mantener a cualquier precio, que mejor morir que arrastrarnos, me avergüenzo...por mi cobardía, por mi incapacidad de ayudarle a tener una muerte digna.
Cero no despertaba la compasión de nadie, ni siquiera era un niño. Otro anciano que muere en larga agonía, una tortura aderezada por la idea de karma que nubla la comprensión de la salida cristalina, triste, pero libre y digna, bajo ciertas circunstancias, de la muerte a propia mano. Cero es el límite de la función vital en la India cuando las supersticiones tienden a infinito, y la ignorancia señorea el campo humano con la ferocidad celular y la atrocidad orgánica que no se detiene ante nada. La suma de miles de millones de humanos da cero: reproducción automática, vida urgente e inconsciente, como las bacterias, agolpada en racimos, amontonada en deseos de perdurar, de llegar a ser y seguir como muertevida. Desde el punto de vista místico, Cero es un muerto en vida que no se ilumina, como tantos otros, como los zombies; es una masa protoplasmática kármica de viaje que se materializa frente a nosotros durante unos segundos, unas horas, unas vidas, para traer el dolor en sucia bandeja y transfigurarnos. Intentamos el nirvana en la meditación, en el cine de Delhi, en la internet, si bien no hay morfina que nos devuelva la dignidad que nos ha quitado Cero, y cuando pasan todos los efectos analgésicos, allí nos espera un hielo afilado. Cero me ha quitado de las manos la antorcha que he querido pasar a mis hijos con los fundamentos de la libertad humana y la generosidad, con los principios de amor, fuerza anímica y valentía. Cuando llegué a la India me enfadé con ella por mostrarme que soy un cobarde y un impotente: nada puedo hacer por cambiar las cosas más básicas y necesarias. Me acerco tímidamente a un mar bravío con un cubo: ¿dónde pretendo llevar el agua?
Mi pluma reporta aquí Kurushetra, pero no la llanura que cantara Krishna Dwaisampayana, el ascético hijo de Satyavati, sino el campo de batalla en el que nos liberamos de las guerras del pasado, y empezamos desde Cero. Hablo de la lucha de átomos fisionados torpemente en reactores nucleares contra almas rotas por la radiación, de fuerzas religiosamente armadas contra desnudos corazones, de desidias científico-tecnológicas y religiones medievales contra intestinos vacíos en plena descomposición. Miro a través de Cero como por un ojo de buey, buscando la apertura hacia otra cosa. Más allá no veo nada que no tenga que ser deliberadamente creado, y con grandes esfuerzos. Cruzando el río de las mayas e ilusiones que nos inyectamos para sobrevivir al mediodía de nuestra plena humanidad, hoy que los dioses descansan en el fondo de las aguas, ahogados por sus propios torbellinos de ideas estrechas, por sus emociones distorsionadas y egoístas, hoy, tras una infancia demasiado larga, se abre un camino sin nombre ni forma en el que siento latir una vieja intuición con pulso nuevo. Quedan atrás todos los yoguis, los maestros y profetas. El namasté del leproso que junta sus muñones para arrancarme unas monedas ha hecho saltar por los aires todos los trances vegetales, las medias verdades, medias tintas, medio tontos, llenos de miedo, despertando en medio de una batalla que de todas formas nos mata. Miro a través de Cero como por una lupa que magnifica la dimensión de este instante, y enfoca sin distorsiones la representación de la miseria, el hambre y el desconsuelo. Sólo así podría soportarme a mí mismo. Todo sentido que cree para mi vida hoy tendrá que partir de Cero.
(El Arte de Ser Humano. Oscar E. Muñoz 2.006)