miércoles, 18 de noviembre de 2020

Cero

 Siempre me ha costado pensar que cero sea un número natural, en el sentido de que lo encontramos observando la naturaleza. Al margen de su utilidad en la axiomática de Peano y la teoría de números, nuestra intuición del cero va asociada a la difícil representación de la idea de vacío, y en este sentido funciona como un operador de metafísica matemática [¿no es toda la matemática pura una forma de metafísica (de hecho, la que cuenta con un mayor número de creyentes en el planeta) tan en contacto o no con el mundo como cualquier otra forma de metafísica?]. Los operadores metafísicos son inobservables por definición, y, en muchos casos, algo no más consistente que un fantasma, pero en India pueden tomar forma humana, son los avatares. Hasta que no lo vi aquella tarde, no puedo decir que tuviese una intuición clara al respecto, y simplemente por ello, por alcanzar una comprensión intuitiva del cero, habría merecido la pena el viaje a India.

El cero, como he visto personalmente, puede avatarizarse en la forma de un hombre de unos setenta renqueantes años que da tumbos entre los coches, pidiendo lo que nadie tiene para él: ¿quién puede devolver la vida? Aquel Lázaro sin Jesús era Cero, es Cero, pues Cero está continuamente presente y desapercibido. Cero su rostro comido por alguna rara enfermedad de la piel, Cero el pañal que mal vestía los finos alambres de sus piernas, magruja carne oscura y bípede tambaleante mecanismo, que agotaba sus últimos minutos antes de detenerse, como un juguete macabro, en la calzada india que no va a ninguna parte. Su brazo izquierdo, completamente deformado en un giro imposible de la muñeca (continuada en un cúbito y radio arqueados hacia donde no deberían), es un estandarte del ejército de los parias del planeta, mientras que con el derecho toca el tambor de los capós de los coches intentando llamar la atención del enemigo. Su mínima masa, al ocupar un espacio cero, pues nadie le ve (o lo que es lo mismo sin ser lo mismo: todos le ignoran), produce una curvatura infinita del espacio- tiempo en la que se desgarra su tejido, y yo lo percibo como un estertor de agonía saliendo de su boca de agujero negro, un hilo ininteligible de alma humana muriendo, sin ningún pudor, frente a todos. Por un segundo, pienso en darle unas monedas de consuelo, pero ni el dinero le garantizaría llegar vivo hasta la acera, ni estoy seguro que un segundo más de vida le hiciese ningún favor. Miro la muerte en sus ojos: es redonda, son dos ceros que quieren abrazarse y fundirse en el símbolo de infinito, que yo apenas entiendo. Él nada sabe de esto, está demasiado ocupado viviendo un instante más y cambiando mi vida. Me avergüenzo. Me gustaría, como los demás, ser capaz de ignorar lo que veo, o mejor, huir de este cruel planeta hacia otra tierra más clara. Me avergüenzo de no proclamar allí mismo, a gritos, que la vida humana no se ha de mantener a cualquier precio, que mejor morir que arrastrarnos, me avergüenzo...por mi cobardía, por mi incapacidad de ayudarle a tener una muerte digna.

Cero no despertaba la compasión de nadie, ni siquiera era un niño. Otro anciano que muere en larga agonía, una tortura aderezada por la idea de karma que nubla la comprensión de la salida cristalina, triste, pero libre y digna, bajo ciertas circunstancias, de la muerte a propia mano. Cero es el límite de la función vital en la India cuando las supersticiones tienden a infinito, y la ignorancia señorea el campo humano con la ferocidad celular y la atrocidad orgánica que no se detiene ante nada. La suma de miles de millones de humanos da cero: reproducción automática, vida urgente e inconsciente, como las bacterias, agolpada en racimos, amontonada en deseos de perdurar, de llegar a ser y seguir como muertevida. Desde el punto de vista místico, Cero es un muerto en vida que no se ilumina, como tantos otros, como los zombies; es una masa protoplasmática kármica de viaje que se materializa frente a nosotros durante unos segundos, unas horas, unas vidas, para traer el dolor en sucia bandeja y transfigurarnos. Intentamos el nirvana en la meditación, en el cine de Delhi, en la internet, si bien no hay morfina que nos devuelva la dignidad que nos ha quitado Cero, y cuando pasan todos los efectos analgésicos, allí nos espera un hielo afilado. Cero me ha quitado de las manos la antorcha que he querido pasar a mis hijos con los fundamentos de la libertad humana y la generosidad, con los principios de amor, fuerza anímica y valentía. Cuando llegué a la India me enfadé con ella por mostrarme que soy un cobarde y un impotente: nada puedo hacer por cambiar las cosas más básicas y necesarias. Me acerco tímidamente a un mar bravío con un cubo: ¿dónde pretendo llevar el agua?

Mi pluma reporta aquí Kurushetra, pero no la llanura que cantara Krishna Dwaisampayana, el ascético hijo de Satyavati, sino el campo de batalla en el que nos liberamos de las guerras del pasado, y empezamos desde Cero. Hablo de la lucha de átomos fisionados torpemente en reactores nucleares contra almas rotas por la radiación, de fuerzas religiosamente armadas contra desnudos corazones, de desidias científico-tecnológicas y religiones medievales contra intestinos vacíos en plena descomposición. Miro a través de Cero como por un ojo de buey, buscando la apertura hacia otra cosa. Más allá no veo nada que no tenga que ser deliberadamente creado, y con grandes esfuerzos. Cruzando el río de las mayas e ilusiones que nos inyectamos para sobrevivir al mediodía de nuestra plena humanidad, hoy que los dioses descansan en el fondo de las aguas, ahogados por sus propios torbellinos de ideas estrechas, por sus emociones distorsionadas y egoístas, hoy, tras una infancia demasiado larga, se abre un camino sin nombre ni forma en el que siento latir una vieja intuición con pulso nuevo. Quedan atrás todos los yoguis, los maestros y profetas. El namasté del leproso que junta sus muñones para arrancarme unas monedas ha hecho saltar por los aires todos los trances vegetales, las medias verdades, medias tintas, medio tontos, llenos de miedo, despertando en medio de una batalla que de todas formas nos mata. Miro a través de Cero como por una lupa que magnifica la dimensión de este instante, y enfoca sin distorsiones la representación de la miseria, el hambre y el desconsuelo. Sólo así podría soportarme a mí mismo. Todo sentido que cree para mi vida hoy tendrá que partir de Cero.


(El Arte de Ser Humano. Oscar E. Muñoz 2.006)

Basti



Muy cerca de la tumba con cúpula bulbar del emperador mogol Humayun, en Delhi, se encuentra el dargah del santo sufí Nizamuddin Aulia, muerto en el siglo XIV. En el mismo santuario se encuentra la tumba de su discípulo, el poeta Amir Kushrau, también enamorado, como tantos, de lo que no tiene nombre ni forma. Hoy el barrio se conoce como Nizamuddin Basti, segundo en drogadicción de la capital, y pujante basurero en el que cientos de niños ayudan a sus padres como pequeños recicladores de desperdicios. Un tipo de águila, que en algunos momentos puede sobrevolar tu cabeza en número no inferior a quince, te informa con esporádicos agudos chillidos que está atenta a los movimientos de las ratas, controlando su población. Niños de tres o cuatro años, la edad es difícil de calcular porque la desnutrición les hace parecer más pequeños, juegan desnudos sobre fétidos charcos formados por aguas residuales más corrosivas que el aguarrás. Las cabras comen basura, y un matarife las abre en canal y las cuelga de ganchos, en los que se pudren pacientemente cubiertas de moscas, esperando a que alguien se pueda permitir un pedazo para echar en la cazuela.

Hace treinta y un años, un buen hombre, el inglés Pir Vilayat Inayat Khan, inició un programa de reparto de leche para los niños del barrio. Así comenzó el Proyecto Esperanza, un programa de ayuda para que la gente de Nizamuddin pudiera sacarse a sí misma adelante, y los más vulnerables, niños y mujeres, pudieran encontrar un mínimo de protección y consuelo. De padre indio y madre norteamericana, Vilayat, un filósofo pacifista y músico, que acabó desembarcando en Normandía limpiando la playa de minas para los aliados, defendió toda su vida la construcción de un mundo bello para gente bella. Como recompensa, su hermana Nur, la operadora de radio Madeleine de la resistencia francesa, fue torturada y muerta por la Gestapo. Intentó establecer puentes entre psicología y religión, con una comprensión profunda de los mitos y la ciencia, en una línea mística que recorría el inexplorado arco que va desde la meditación rishi en Himalayas a las interpretaciones de termodinámica de Ilia Prigogyne, pasando por la teoría cuántica del estado implicado que defendió David Bohm, y comprendiendo a la vez el lugar que tiene en un mundo complejo como el nuestro la noche oscura del alma de San Juán de la Cruz. Desesperó durante años sentando a dialogar a las religiones del mundo, organizó congresos y conferencias en Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania, Francia y Suiza, para sensibilizar a Occidente sobre la necesidad de una cultura planetaria que abrazase toda su herencia sin prejuicios. Se estrelló una y otra vez contra los fundamentalismos, y sufrió amenazas de muerte por grupos extremistas islámicos, que temían su espíritu libre más que a ningún ejército, pues, al igual que su admirado Ibn Arabi, no proclamaba otra religión que la del amor. Su tumba está junto al Proyecto Esperanza.

Hoy, el Proyecto cuenta con ayudas del Estado alemán, y de diversas organizaciones humanitarias. Consta de un pequeño centro de asistencia sanitaria, en el que hay registradas unas mil doscientas familias, una guardería, una escuela con casi novecientos estudiantes de tres a veintisiete años, cursos de formación profesional, y diversos proyectos para generación de renta a nivel local. Por las noches, la escuela abre sus puertas a los niños del barrio abandonados, los que duermen en la calle, y se les da una cena y un lugar para pasar la noche. En el Basti, la guerra está abierta a todas horas. A la miseria material, se une siempre su inseparable compañera, la ideológica, en este caso, de un islamismo cada vez más fundamentalista que domina el barrio queriendo esconder tras negros velos la espada de la opresión. Cuando en la escuela del Proyecto Esperanza se intentó dar una charla sobre higiene y sexualidad femenina, con temas tan subversivos como los problemas fisiológicos con los que se puede encontrar una joven casada a una edad demasiado temprana, los airados padres del barrio acudieron con palos y piedras a detener las diabólicas ideas occidentales, y lapidar a quien hiciera falta. Con grandes dificultades, los profesores salieron ilesos del incidente, pero escalmados, y con miedo permanente a expresar ideas de apertura y libertad, pues pueden hacer colapsar el proyecto en cualquier momento, sepultando la barriada definitivamente en la basura. La niñas no pueden cantar ni danzar en la escuela, lo que me trajo un recuerdo de la infancia, cuando en la España provinciana estaba también prohibido cantar durante la Semana Santa, y los cines sólo pasaban los folletines históricos santurrones tipo Quo Vadis? Supongo que los airados padres falangistas se encargarían de ajusticiar a los maestros revolucionarios que predicaran la música libre, y se atrevieran a entrar en jotas de plaza. De manera análoga a como se pensaba en España hasta no hace mucho que todos los músicos (y cómicos) que no son de tambor y trompeta eran maricones, en Basti, las niñas que cantan y bailan se convierten en putas, o inician el camino del comercio de la perdición. Al igual que alguna rara enfermedad auditiva nos abandonó en la Península en brazos de los delirios alcohólicos de las chillonas dulzainas de obsesivas melodías modales y tirurirus (siempre funestamente acompañadas por las rugosas botellas de anís raspadas con una pequeña barra de hierro, y por los insoportables tambores fuera de ritmo que torturan en las militarizadas fiestas patronales), en Basti sopló un viento del desierto que abrasó los tímpanos, y del dolor salió el interminable qawali de tabla y armonium sólo para hombres. El alma de una cultura se refleja en el espejo de su música. Allí dice más de lo que estaría dispuesta a admitir. Un indio me aleccionaba con orgullo diciendo que la música de su país es la única que no ha cambiado nada en los últimos cinco mil años. Bueno, ya sabemos lo de las cronologías indias, pero ese no es el asunto, dejémoslo en un par de milenios para reducir la tontería de la afirmación. ¿Es acaso más interesante la música que ve pasar los siglos sin sufrir ningún cambio, es más interesante una cultura así? Reverenciamos el pasado sin darnos cuenta que al hacerlo damos crédito a la matanza y a la tiranía, al error repetido y a la ignorancia. India se siente orgullosa de estar hipotecada por su pasado, por su casta y su pedigrí, y escucha con sus mil millonésimos números, una vez más, las mismas cosas. Se parecen a los que escuchan los mismos valses de año nuevo en Viena cada uno de enero, y ríen las misma bromas, y visitan continuamente los mismos monumentos, repitiendo compulsivamente las mismas acciones (la llamada tradición). De nada nos sirven Beethoven o el qawali -dicen las niñas de Basti, y gritan con ellas las mujeres de las películas de Deepa Mehta, en un coro al que se suman los treinta y cuatro millones de viudas de la India estigmatizadas por la muerte de un marido abusón- si no lo podemos bailar. Ashida tiene siete años, está sola y recoge basura para vivir. Una enorme herida atormenta su pie. La prohibición a la danza de Ashida es más fuerte que la de los imanes y mullahs, pero estos no son menos responsables de su físico impedimento.

Lo que nadie parece notar es el poder de una misteriosa fuerza que lleva a que unas niñas, dejadas de la mano del Dios de sus mayores, quieran bailar sobre la basura, un impulso que las levanta a ser rientes planetas y cometas, y girar como derviches entorno al sol de un amor que intuyen en alguna parte, niñas que entre sí se llaman didi, hermana, mientras se sujetan unas a otras en el vacío para no caer, y bailan sobre la sangre de su demasiado temprana desfloración, uncidas a la casa de su marido o su padre mediante un viril yoga perverso que alguien escribió en algún tiempo lejano, ninfas de grandes ojos que entonan el om que conjure su tristeza, grandes seres humanos que en pequeños cuerpos cantan a escondidas para alentar a las estrellas en sus cursos, y para que tú y yo comprendamos lo que es la libertad y el corazón.


(El Arte de Ser Humano. Oscar E. Muñoz 2.006)

sábado, 7 de noviembre de 2020

Leyes de la Creación

 En "Arroyos de Otoño", Whitman me dio voz:

Todo debe hacer referencia al conjunto del mundo y a la verdad compacta del mundo.

No ha de haber un tema preponderante: todas las obras habrán de ilustrar la ley divina de las expresiones indirectas.

¿Qué supones que es la creación?

¿Qué crees que satisfará el alma excepto el caminar libre, sin tener ningún superior?

¿Qué supones que pretendo hacerte comprender de mil maneras, sino que el hombre y la mujer valen tanto como Dios? ¿Y que no hay ningún dios más divino que Tú mismo? ¿Y que eso es lo que finalmente significan los mitos más antiguos y los más nuevos?