Según los lexicógrafos de la Real Academia, una aventura es un
acaecimiento, un suceso o lance extraño, o también una casualidad y
una contingencia, y por último, un riesgo, un peligro inopinado y
una empresa de resultado incierto. Por su parte, el diccionario
Webster de la lengua inglesa, dice que la aventura es un encuentro
con el peligro, una empresa peligrosa y excitante, o también, una
experiencia inusual que conlleva un cambio, y que a menudo es de
naturaleza romántica, para acabar diciendo que también es aventura
un riesgo o especulación en los negocios y las finanzas. Común a
los dos diccionarios, es la idea de riesgo, peligro y resultado
incierto. La diferencia más relevante quizá sea, que en español la
aventura tiene una dimensión de casualidad y contingencia que no ven
los sajones, una fuerza ciega y azarosa trabajando en la aventura. La
vieja diosa romana, Fortuna, pervive escondida en nuestros conceptos,
trabajando subrepticiamente en la idea de un orden divino ajeno a los
mortales, o como decimos en nuestros días, el azar, que conjuran y
dirigen los sacerdotes de la ciencia estadística. El diccionario
sajón parece hacer más hincapié en la iniciativa individual, en el
carácter excitante de la aventura, en su dimensión de experiencia
para un sujeto. Es interesante observar que se señala de manera
explícita en el diccionario Webster la naturaleza romántica que
puede tener la aventura. Puede que esta sea la mejor clave de la que
disponemos para comprender el concepto a partir del uso ordinario que
se hace de él: la aventura pertenece al mundo del romance, y no en
el sentido más común que la palabra ha alcanzado en nuestros días,
para designar rituales sexuales o amorosos, sino como aquello que
pertenece a las historias o libros de caballerías escritos en las
lenguas romances, y más tarde, a su heredera la novela.
Una aventura es algo como lo que le ocurre a un personaje de un
libro, lo que nos podría llevar a la conclusión de que una aventura
no es nada de nada, pero tal idea supondría el desconocimiento de la
relación que se da entre la literatura, aventura y vida. No cabe
duda que las dimensiones de peligro e incertidumbre hacen de la
aventura algo muy próximo a la vida de cada uno, pero no hay que
confundir lo que nos ocurre con las aventuras. Si pasásemos diez
años dando vueltas por el Mediterráneo entre naufragios y peligros,
como Ulises, no viviríamos aventuras, sino una gran desgracia. Sólo
cuando alguien escribe sobre ello, o cuando nosotros somos capaces de
ver las vivencias como la historia de otro, o al menos, con cierta
perspectiva, la experiencia deviene aventura. Mientras nos pasan
cosas intensas y fuertes, como un accidente, o cualquier situación
en la que se vea comprometida nuestra vida, no podemos reflexionar
sobre ellas, tan sólo hay un cúmulo de sensaciones más o menos
automáticas y vivimos todo como en un sueño, como los animales.
Sólo al reflexionarlas alcanzan su dimensión humana, y en la medida
que las comunicamos, son literatura. En la vida cotidiana tenemos
experiencias más o menos emocionantes y reveladoras, pero no hay
aventuras, sólo hay aventuras en las novelas, o de forma más
general, en la literatura. La experiencia de un campo de
concentración sólo se convierte en aventura de superación del
horror mediante las palabras alquímicas capaces de transformar la
oscuridad en luz, y el dolor, en el canto a un mundo en el que sea
vencida la inercia y la ignorancia.
Desde que apareció la escritura en las culturas humanas, es la vida
la que ha imitado a la literatura y no la literatura a la vida. Esto
ha permitido un desarrollo extraordinario del ser humano hacia
regiones cada vez más ricas, expansiones de nuestra conciencia y
nuestra inteligencia hacia registros cada vez más sutiles, hacia
comprensiones cada vez más amplias de nuestra labor en el planeta.
El homo sapiens es una especie no fijada. En nuestro desarrollo hacia
lo que venga después, la herramienta fundamental es la mente, y en
particular, el uso de la imaginación creadora, con la que moldeamos
el mundo a partir de la libertad, y dotamos a la realidad de
contenidos éticos y estéticos. Tenemos la capacidad de
automoldearnos conforme a principios que van más allá de lo que
muestra la naturaleza, y en este proceso la literatura, en cuanto
arte de la palabra, es una fuerza determinante, convirtiendo el
pensamiento en acción y la acción en pensamiento, cincelando con
tales idas y venidas el rostro mismo de lo humano.
La historia, como registro de acciones humanas, supone una
interpretación de los hechos sociales cuyo rigor en la veracidad no
es el fin de la literatura. En el caso de la historia, las secuencias
de acciones se presentan como necesarias, como fruto de una
causalidad inherente, y en esto no es distinta a la literatura
narrativa. Su divergencia fundamental es que mientras la primera
trata, o intenta pensar sobre el mundo de lo actual, lo acaecido (
trazando allí conexiones necesarias), la segunda trata del mundo de
lo posible. Sin embargo, la dificultad de establecer una imagen clara
de lo que es actual en relación al pasado, y el hecho de que el
escritor ha de escoger siempre la información relevante dentro de un
océano de datos, por no hablar de las dificultades de la
presentación secuencial de hechos que probablemente tuvieron una
influencia recíproca, y no meramente lineal, aplanan las diferencias
entre literatura e historia mucho más de lo que los historiadores
desearían. Con todo, la dificultad mayor de separación de estas dos
formas de escritura no es ninguna de las mencionadas. Se suele decir
que hace falta un cierto número de años para alcanzar una
perspectiva histórica, 20, 30, 40, (la cifra no es demasiado
relevante), pero es necesario añadir que después de un lapso diez
veces mayor, la historia tiende a revertir en literatura. Esto no se
produce por ningún motivo de fidelidad en las descripciones de los
hechos, sino porque los referentes culturales del presente y el
pasado lejano son ya tan distintos, que la comprensión del relato se
esquematiza en patrones míticos. Se intenta mitigar esto mediante la
aplicación de criterios científicos a la historia, acentuándose
con ello el carácter local-temporal de tal comprensión, pues
ajustamos la interpretación a nuestros patrones del presente de
manera más radical. Si a todo esto añadimos que la literatura misma
tiene historia y que la historia misma partió con paso tembloroso a
partir de la literatura, podemos decir, que en cierta forma, la
historia es un género literario. Si, por otro lado, tenemos en
cuenta que la literatura ha sido inspiración de muchos de sus
agentes, que sus llamados grandes protagonistas vivieron siguiendo
libros, entenderemos porqué mucha historia puede ser interpretada
como las andanzas de algún aventurero, y mucha literatura de
aventuras tiene un patrón histórico-épico. Recordemos, por
ejemplo, cómo en las cortes micénicas, hace treinta y dos siglos,
se escuchaba cantar a los rapsodos las diversas leyendas sobre las
peripecias de los héroes; los reyes recibían un estímulo para
vivir aventureramente, sentían en sí mismos las fuerzas de las que
la literatura les hablaba y les daban forma física, en guerras,
conquistas, palacios y grandes obras. Recordemos la influencia que el
Aquiles homérico tuvo durante toda la vida de Alejandro Magno, y la
de Alejandro sobre César, y la de ambos sobre Napoleón. Las
acciones más grandes, sean gloriosas o terribles, tienen un libro
detrás que las soporta y fundamenta. Ya sea en las tablas de la ley
en tosca roca con las que Moisés y Yaveh doman al difícil pueblo de
Israel, o la enseñanza de Buda que hay tras el imperio de Ashoka
Maurya en la India, o la mala interpretación del Evangelio que lleva
a los españoles a destruir las culturas americanas, o la poética
constitución de Estados Unidos que impulsa a perpetuar unos valores
históricos específicos por toda la tierra a golpe de marines, la
literatura está detrás de toda acción. El fenómeno es rastreable
hasta el origen mismo de la escritura y de las expansiones guerreras.
Todos los relatos que tenemos de las conquistas de los reyes de
oriente próximo, desde las campañas asiáticas del egipcio Tutmosis
III (1490-1436) gravadas en las paredes del templo de Karnak pasando
por las diferentes conquistas guerreras de los violentos reyes
asirios del siglo IX a.C. (Asurbanipal II y Shalmaneser III) de las
que dan fe las diferentes estelas en las que los reyes las grabaron
para la posteridad, muestran muy claramente que desde un primer
momento hubo un vínculo necesario entre la acción y la escritura.
“En aquel momento, rendí homenaje a la grandeza de todos los
dioses y ensalcé para la posteridad los logros heroicos de Ashur y
Shamash, mandando erigir una estela esculpida conmigo como rey
pintado en ella. Y escribí en ella mi comportamiento heroico y mis
acciones en combate (...) Eregí una estela conmigo como gran señor
para que mi nombre y mi fama durasen para siempre (...)”
(Shalmaneser III contra la coalición aramea. P.
189. Vol.1. Ancient Near East.)
No es sólo para preservar la memoria y evitar que la acción se
pierda en el océano del tiempo, sino para completar la acción que
esta es escrita. La acción se entiende a través de la palabra, pues
es a través de ella que somos capaces de establecer conexiones
necesarias de percepciones, discernir propósitos y llevarlos a cabo.
Sólo la acción ligada a la palabra puede perdurar, pues es la
vitalidad que anima un concepto lo que perdura, sea su signo una
rudimentaria estructura piramidal, la escritura sobre una tablilla de
arcilla o el hipertexto. El comportamiento heroico, del que nos habla
Shalmaneser, sólo ocurre en el contexto literario adecuado, algo que
el rey asirio no consiguió con su estela, pues ningún poeta insufló
con su espíritu las palabras que en ellas leemos, y después de los
años lo único que permanece es la memoria de la carnicería
perpetrada por un general asesino de masas.
La palabra misma es acción, su producción es acción, su
integración en nuestra vida es un rico y complejo proceso que
implica la actividad más sofisticada del universo: el pensamiento
humano. Debido a que nuestro lenguaje no es privado, sino algo
público, común, algo que hemos heredado, los poetas y filósofos
son responsables de la visión que tenemos de las cosas, hasta de las
más triviales, que no son sino viejas ideas petrificadas en la vida
cotidiana. Tomemos, por ejemplo, la idea de paisaje que hoy
manejamos. El resultado presente es la culminación evolutiva de unas
ideas retóricas que partiendo de Aristóteles, se estandarizan en
las obras de Virgilio, Ovidio y Quintiliano, como el retórico locus
amoenus, al que en la Edad Media se le añade como complemento
contrastivo el lugar salvaje, la selva selvagia aspra e forte
de Dante, y de los ciclos artúricos. En el Renacimiento, desde
Garcilaso a San Juán de la Cruz, se sigue componiendo una imagen
idílica de la natura que llega hasta Cervantes y Shakespeare,
culminando en la formulación rousseauniana del siglo XVIII del buen
salvaje y el paisajismo romántico de los libros de viajes del siglo
XIX. Hoy el paisaje idealizado es un reclamo turístico-comercial, ya
sea en los simulacros de aventuras únicas, ya en las imágenes de
playas vírgenes en medio de un medio ambiente altamente prostituido.
La palabra crea el paisaje, en el sentido que le da forma, y en tal
creación siempre hubo competición poética y artificio literario
Déjenme que les ilustre con un fragmento de mi libro estas ideas.
El hombre de ciudad busca literatura en el paisaje y deseando una
única forma de belleza, vela todas las demás. El hombre de campo no
ve ni naturaleza ni belleza, pues es incapaz de verse a sí mismo.
Hermosa es la tierra bien labrada o la lluvia que llega a tiempo. Su
gozo y su anhelo son los verdes pastos o las fértiles negruras de la
tierra. Todo lo demás es obra de poetas demiurgos, que dijeron que
la Aurora tiene rosáceos dedos y que nuestro amor habita en bosques
solitarios nemorosos. La naturaleza, como un gran espejo pulido,
refleja nuestra imagen, devolviendo a veces un monstruo, a veces la
nostalgia de una vida más simple, y otras, una voluptuosa riqueza en
la que vemos ante todo la oportunidad para un saqueo y una orgía de
abundancias en todas las dimensiones de la materia. La visión es
siempre ebria, pues es la naturaleza la disrupción de la esfera
limitada de nuestro ego de una forma u otra. Todo en la naturaleza
son excesos que se miden en términos de vida: demasiado frío o
calor, demasiada agua o sequía, aquí un festín de carne o frutos y
allí una famélica mirada y una ascesis mortal, pero siempre la
oscura sabiduría de los instintos empujando unas cosas hacia otras,
la pertinaz tiranía de la rueda que encadena esto a aquello, en
pesadillas recurrentes que se iniciaron en el alba de los tiempos, en
sueños serenos en los que se vislumbra la libertad de una vida más
plena más allá de las emociones aún dentro de ellas, más allá de
las satisfacciones automáticas de un intercambio hormonal, del
fluido egoísta que se camufla tras el escenario recurrente de las
sensaciones animales con la máscara oceánica de la moral, más allá
de los delirios racionales de la víctima y su predador. La
naturaleza es la casa de los dioses en la que hemos encerrado lo que
más nos gusta y disgusta de nosotros mismos como cuerpo, y después
hemos perdido la llave y no sabemos cómo volver a entrar. Miramos
por la ventana hacia dentro y nos conocemos y desconocemos. Sentimos
que hay algo que le falta, aunque vemos que rocas plantas y animales
están completos, acabados, perfectos en sí mismos, en sus
inocencias y atrocidades. Al mirarnos en este pulido espejo con los
ojos del poeta, si la mirada es desinteresada, comprendemos al fin
que la naturaleza entera es como un gran dedo que apuntara hacia algo
que está por venir, algo que sentimos íntimamente como la
culminación de todo lo sucedido, el sentido y el fundamento de las
medias verdades vagamente intuidas en la colosal acción de la vida,
una misteriosa transformación de todas las fuerzas en un gran tema
universal, un canto único o una voz en la que se manifiesta lo Real
sin reservas de Ignorancia. Altai p.54
El mundo de la literatura es el mundo de lo imaginal o de la
imaginación creadora, donde los conceptos no necesitan conformarse a
objetos, o por lo menos no directamente, y todo un entramado de
imágenes e ideas despliegan una realidad que puede estar muy alejada
de la vida cotidiana, a la que acaba afectando.
Altai es una novela de aventuras en su sentido más pleno: es
una recreación literaria de un mundo imaginario en el que se teje
una historia relativamente compleja a partir de los sucesos más o
menos extraordinarios que les ocurren a unos personajes en un tiempo
mítico. Para destacarlo he situado la acción en 1912, a la vez
un año próximo y lejano. La novela se inicia en el corazón del
Imperio Austro-Húngaro y sigue su desarrollo hacia el Imperio Ruso.
El protagonista, Eleazar Feldman, marcha hacia Siberia buscando una
cosa y encuentra otra; en la aventura siempre pasa así, en la vida.
Su personalidad se transforma, es moldeada por las fuerzas de la
acción, por la palabra que se autocomprende dando lugar a algo
nuevo, distinto, inesperado. Este es el patrón del proceso heroico,
la formación y disolución de una personalidad aglutinadora. El
héroe siempre somos nosotros mismos, es una proyección de nuestra
psique, que como comprendieron a la perfección los iniciados de
Eleusis que escribieron las primeras tragedias atenienses, al verse
externalizada se comprende y así puede desarrollarse más allá de
las limitaciones inherentes al proceso de enculturación, a la
educación que no puede sino ofrecernos perspectivas parciales y
estrechas con las que toda comunidad cree garantizar su
supervivencia.
Nuestra cultura se debate indecisa entre el culto al héroe y su
rechazo, pues la figura del héroe permite una fácil manipulación
que puede utilizar toda la potencia de la literatura para cualquier
fin. Los fascismos, tan presentes hoy como hace setenta años, han
acabado por distorsionar tanto la fuerza heroica que ahora, por
buenos motivos, nos produce una gran desconfianza. En sus intentos
por romper con las imágenes del héroe clásico o romántico, gran
parte de la literatura ha trabajado en derribar un edificio que
amenazaba desmoronarse sobre nosotros. Muchos trabajan con
antihéroes, si bien se trata de los viejos héroes que ahora
manifiestan acciones de más corto alcance, en las que las fuerzas
intervinientes tienen una predilección por la cotidianidad y la
conciencia vital. En Altai, he jugado con un héroe más clásico que
realiza un viaje iniciático. No hay otra aventura que la que de
forma imprecisa llamamos interior. La exterior es el escenario que
construimos con lo formal que tenemos a mano, o a mente. Interior y
exterior no dejan de ser metáforas con las que nos explicamos a
nosotros mismos el misterio de la intuición del espacio y el tiempo.
Para acabar me gustaría hacer unos comentarios sobre el texto que se
ha impuesto en nuestros días, el del ciberespacio, en relación a la
aventura. No me refiero aquí sólo a la internet, sino al hipertexto
en el que se funden los medios de comunicación con la política y la
vida social. Este nuevo texto que dirige las acciones sociales,
estableciendo los valores comunitarios que regulan las fuerzas que
prosperan y las que no en el seno de la sociedad, es, ante todo, una
carta magna de regulación de intercambios que proclama no tanto la
ausencia de fronteras como el credo del libre comercio. Como el
ciberespacio, es decir, el mundo político y social creado por los
media y la internet, está bajo el viejo poder de la economía
tradicional, las potencias de hoy son las de los últimos doscientos
años. El resultado del ciberespacio no es un flujo libre de
información y conocimiento, pues información y conocimiento tienen
un valor de mercado, sino una multiplicación de transacciones que
benefician a las grandes empresas de telecomunicaciones, es decir a
los mismos media que sostienen el ciberespacio. Vivimos en una aldea
global, como gusta de autollamarse el texto ciberespacial, y con
nuestras acciones le damos forma y mantenemos sus casas y calles, sin
embargo, el alcalde del pueblo sigue siendo el mismo. Tal y como yo
lo veo, la gran aventura en relación a este hipertexto consiste en
su interpretación libre y en su uso heterodoxo. Para hacer esto es
necesario comprender el viejo lema de la ilustración que aún no se
ha completado: sapere aude. Atrévete a pensar por ti mismo, lee por
ti mismo, refunde y recrea el texto. Una consigna como esta hoy suena
a reclamo comercial, además, los fascismos han usado tanto la
palabra libertad que ya ha perdido su significado. Sapere aude debe
ser completado con más precisión: atrévete a pensar por ti mismo,
aunque ello suponga quedarte solo y fracasar a ojos de los demás, y
mueras pobre e ignorado; atrévete a pensar por ti mismo sin miedo a
equivocarte, atrévete a no reconocer ninguna autoridad o forma de
vida que limite o cohiba la libertad de expresión, o que persiga
cualquier objetivo que no sea el desarrollo pleno del ontológicamente
incierto individuo humano. Cuando uno piensa por sí mismo se da
cuenta de que hay algo que piensa por sí mismo, y que tiene poco que
ver con lo que llama su yo. La creación de ese efímero y ficticio
yo es lo que iguala la aventura d la vida a la de la literatura, lo
que las hace indistinguibles y mágicas.
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